domingo, 1 de enero de 2012

EL RATITO FEO DE UN PATITO

O LAS TRIBULACIONES DE UNA RANITA PRESUMIDA EN
PROFUNDAS REFLEXIONES
Cuento para niños y similares espíritus diabólicos




Érase que se era (que en hora buena sea), en tiempos de los tatarabuelos maternos por parte de bisabuela paterna de quien -siendo biznieto carnal y primo her­mano de padres cojudos del que lo escuchó por primera vez- trascribió por señas manua­les este misterioso, antiquísimo y maravilloso relato:

Érase que se era...

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 Se apellidaba Cuchareta, como la bau­tizaron cuando recién oficiaba de re­nacuajo provisto de agallas efímeras, circunstancia que no le impidió, más adelante, autoapodarse Cúcha­res en recuerdo del célebre sapo torero del mismo apodo, muerto trágicamente despachurrado en el profundo foso taurino de la famosa charca de la Remembranza de Ranilla (ubicada a la sazón a cosa de una docena de saltos de rana, mal contados, de la orilla de sotavento del pantano del Regajo, en donde solía anfibiar a sus anchas desde su más tierna metamorfosis), muerto, repito, a cuernos de un bufo cor­nutus (sapo cornudo de la afamada sapería de los Sapiura) y sumido y enfangado -en medio de pomposas pompas fúnebres- bajo el lé­gamo del fondo de su querido, empero fatídico, foso saporino.


El funesto y trágico final de su ídolo no arredró, sin embargo, en lo más mínimo común múltiplo a Cuchareta, (a) Cúchares, que conti­nuó bregando como peón, sin desfallecer ni desmorir, por conseguir que le permitieran sapear una Saltada de sapillos (más conocida en­tre los bufómacos por Sapillada), aunque fuera sin áspides picadores, en la charca de la Remembranza.


¡Oh, la Remembranza...! Siempre que disfrutaba de un ratito libre, un ratito guapo, pensaba en la Remembranza, rememorando lo que el tío Verrugas (un sapo vejestorio que ya no tenía orejas) les contaba a los renacuajillos de la charca, recién metamorfoseados en ranitas, al calor de un sol de agosto en las caliginosas horas del mediodía, mientras se hallaban todos sentados en círculo alrededor de la hoguera que solían apagar subrepticiamente a esas horas de sol de justicia con mutuos espurreos de nauseabunda agua de la cercana poza. Decía (y juraba por lo más sagrado centígrado) que, en la antigüedad (como si la antigüedad fuese algo antiquísimo, infalible y con personalidad propia), los animales -mejorando lo presente- que circunstancial­mente perdían de forma traumática un miembro (incluso dos) de su anatomía, acudían de inmediato al profundo foso de la poza de la Re­membranza en donde se entrevistaban con el Gran Bufo, que era algo así como un brujo encarnado en sapo descomunal, quien solía asegu­rar a menudo que descendía a menudo del mago Merlín (menudo era), mientras señalaba, también a menudo, con el muñón del rabo que perdió de pequeño al metamorfosearse, hacia un sauce llorón cercano, del que únicamente solían descender, de uvas a peras o de lirios a nenúfares, un par de monos hindúes de origen africano, con pasapor­te gibraltareño y acento andaluz, para robar cacahuetes tostados y sin cáscara en el kiosco de la esquina, pero solo como anécdota de pa­sada y únicamente por hacer rabiar a su amigo el sauce que, de los disgustos que le daban los malditos simios, agarraba unas lloraderas que las ramas le llegaban al suelo. Bueno, a lo que íbamos: el des­membrado acudía rápidamente al foso, nada más perder el miembro, y el presunto descendiente del mago Merlín lo remembraba, o sea lo volvía a membrar, o sea le suministraba una pócima mágica que en un par de días o quince le hacía crecer de nuevo el miembro perdido. Eso sí, como que los miembros solían ser extremidades, mejor dicho patas, había que avisarle al Gran Bufo (que a pesar de su par de ojos saltones veía menos que un gato de yeso) si la extremidad era supe­rior o inferior, diestra o zurda, para evitar que suministrara el bebedizo equivocado (los poseía surtidos) y pudiera uno remembrarse, ponga­mos por caso, con dos patas derechas, con lo que le haría falta comprarse dos pares de zapatos cada vez (quien los gastara, que en esa charca había de todo). Y de ahí que a la gente de buen sumergir y mejor anfibiar, sin apercibirse ni percatarse, en fin, sin darse cuenta de lo trascendental de su paulatina decisión, le dio el punto de bauti­zar (poco a poco, generación a generación, día a día y con burbujas de aire, ya que agua sobraba a punta pala) al famoso foso con el lógi­co nombre -ya lo habréis adivinado- de Remembranza, ya que no solo remembraba, sino que rememoraba... rememoraba... ¿rememo­raba...? Ya no recuerdo lo que rememoraba, pero seguro que algo re­memoraría. Así opinaba Cuchareta, (a) Cúchares, cuando escuchaba embobada, con los ojos fuera y colgándole lacios hasta el ombligo, al tío Verrugas, quien por cierto siempre presumía de ser descendiente de croatas (de la Croacia Oriental, sector crítico, naturalmente), por lo que no había sapo ni rana en cien pantanos a la redonda que osara desafiarlo a croar y fastidiar de paso a los humanos durmientes del bosque, durante el sueño de una noche de verano de esas que no pagaban estiaje por cruzarlo a pelo.


También por cierto, lo del estiaje era otro asunto interesante para nuestro sapo fabulador; asunto o negocio en el que solía hacer hin­caanca (o ancapié, que no estaba seguro) el tío Verrugas. Ordenaba (el Verrugas): “Quien ponga una sola anca de rana en esta charca, y no sea oriundo, nativo, convecino, aborigen, incluso individuo, de esta poza y aledaños deberá pagar -en larvas frescas de libélula de importación- no solo peaje por venir a pie, sino también estiaje por venir en verano, por la cosa del estío, quiero decir..”. Tras cuyo dis­curso se quedaba más ancho que largo, hinchado como un sapo y con más papada que un pelícano cazando anguilas silvestres.


Retomando el hilo del relato, el caso era que todos los descuaja­dos quedaban contentísimos tras visitar al Gran Bufo y recuperar mi­lagrosamente sus apéndices perdidos.


Uno de sus pacientes más famosos fue el hijo del Lagarto Mayor del Consejo de Cieno, consejo que regía los destinos de la Ciénaga Autónoma. Era ya torero de sapos cornudos de cuatro años o más cuando, a falta de que le otorgaran graciosamente la alternativa, acu­dió justamente a tomarla a la fuerza a la poza de la Remembranza. Todo Ranilla estaba en el foso taurino, dispuesto a aplaudir o silbar (según procediera) a Lagartijo (apodo o diminutivo de Lagart-Hijo, su verda­dero apellido por parte de su dilecto padre lagarto).


Pero, hete aquí que, en plena saltada de sapos, un mal gesto del segundo cornúpeta que le tocó en desgracia, más que en suerte, le arrancó la cola de una certera cornada en plena femoral cular, justo por la mismísima parte de detrás del culo.


¡Oh, maravilla! Su cola parecía estar hecha de rabos de lagartija: se retorcía y saltaba como una cabra loca con almorranas picantes in­crustadas en las hemorroides del culo y ascuas de hoguera de San Antón bajo las hendidas pezuñas. La súbita independencia que aca­baba de adquirir esa cola, al desprenderse inopinadamente del cuer­po del lagarto, le produjo al propio rabo la lógica euforia incontrolada que suele proporcionar la libertad de irresponsabilidad que conlleva semejante trauma. Sin embargo, Lagartijo solo se hallaba sorprendido y algo ca­riacontecido, observando, como un idiota y con un ojo, la sarta de po­siciones memas y ridículas que adquiría sucesivamente su recién des­prendido rabo, y con el otro ojo su más ridículo todavía antiestético muñón huérfano de cola que le quedaba a la altura del sacro ilíaco, sin percatarse un ápice de la gravedad de la cogida ni de lo tarde que se hacía para ir a casa a cenar.


No obstante, sus peones de brega y el par de monos sabiondos que vivaqueaban en la copa del sauce llorón (quienes casualmente se hallaban en la fosa, asistiendo a la saltada desde el tendido de aire) anduvieron al quite y consiguieron arrebatar a Lagartijo de entre las cornilargas astas del bufo cornutus, antes de que la fiera se ensañara con él, y -mientras afirmaba con un hilo de voz y acento infalible: "Señore, etto no ha sío na, etto no ha sío na..."- trasladarlo rápida­mente al hospital de emergencia que el Gran Bufo tenía instalado, al efecto, justo junto a la Puerta Grande por donde se emergía del foso.


Una picadura, en primer grado, de tarántula subacuática lo anestesió en breves instantes, lo que permitió al Gran Bufo suturar el muñón sin que el paciente tirara mordiscos de dolor a diestro, a siniestro y a unos canapés de auténtico mosquito iraní que el brujo se estaba zampan­do, sin respirar, en el momento en el que le avisaron del accidente.


Mientras Lagartijo dormía el sueño de los justos por pescadores de anguilas de ciénaga, un patito -excepcionalmente guapo en con­tra de toda regla y excepción y sin que sirva de precedente-, que deambulaba, palmeando todo gracioso la superficie del agua, por cima del foso de la Remembranza y que no perdía baza ni detalle, en un momento de descuido se zambulló patas arriba y cabeza abajo y,ante el pasmo de una desconcertada multitud de espectadores, pilló con el pico la cola loca y se la engulló, sin miramiento, entre buche y lomo.


Aquí fue cuando se armó la de Merlín es el Gran Bufo: el vermicu­lar rabo (que no había perdido un pelo de rana de su primitiva vivaci­dad y que se retorcía más que una boa subiendo a un pararrayos en marcha) empezó a trasladarse desde el buche del pato al estómago propiamente dicho, desde donde -sin esperar el inminente baño de ácidos estomacales- se lanzó a tripa abierta a través de intesti­nos delgados, medianos, gruesos y tamaño familiar, hasta llegar a cosa de una palma de pato del orificio excretor, en donde, por una de esas casualidades que se dan pero no se agradecen, se incrustó de por vida en ese apéndice que los patos suelen llevar por el coxis o cosa así, o sea en la misma puntita del rabo.


Fue la juerga general: la cola del pato comenzó a oscilar alocada­mente de babor a estribor (incluso de izquierda a derecha) a toda fre­cuencia, mientras su dueño no hacía más que intentar detenerla, sin éxito, con el pico de pato que gastaba esa temporada, girando la ca­beza a un lado y otro, tratando de seguir el inalcanzable compás de su rabo.


Mal rato pasó el pato. Un ratito desagradable provocado por una cola loca que mareó de lo lindo a un rabo patizambo. Un ratito verda­deramente horrible... un ratito feo.


Muerto de vergüenza y como pudo, emergió del foso por la salida de emergencia y huyó de la charca como pato que pretendieran ana­ranjar al horno, sin dejar por un instante de mover graciosamente la cola.


Cuentan que, al parecer, este movimiento continuo -recién descubierto- afectó de tal modo a sus genes que desde entonces todos sus descendientes, o sea todos los patos, mueven de este modo el rabo cuando alguien se les acerca a echarles de comer, e incluso cuando marranean, a fango limpio, babeando en la ciénaga miniatura bonsái que los humanos que se precian de alto standing suelen tener instalada al efecto en la salita de estar fastidiados vendo la tele.


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En el ínterin, Lagartijo se recuperaba a ojos saltones vista de la traidora cornada que le propinó el bufo cornutus y de la anes­tesia a contrapelo que le picó la siniestra tarántula. Afortuna­damente, por uno de aquellos inexplicables misterios (si fuesen expli­cables dejarían de ser misterios), le habían saltado los puntos del mu­ñón de la cola perdida, y por tal sitio le iba amaneciendo un tallo de rabo de lagarto adulto, mientras su retorcida mente de reptil planeaba vengarse del sapo que lo hizo rabón en la persona del Gran Bufo, hur­tándole -con toda la sangre fría de un lagarto- la pócima crece-rabos, en previsión de previsibles percances similares.


Aprovechando el vicio que el Gran Bufo tenía, que consistía en ingerir mosquito iraní, con cazo (sin limón, cebolla, lechuga, mante­quilla, cátchup, mostaza ni demás degradantes de sabor), de tarde en tarde -o sea todas las tardes-, mientras el brujo se dedicaba con fruición a abrir la correspondiente lata de conserva, usando hábilmen­te una concha de afeitar ranas algo desconchada, Lagartijo se hizo el sonámbulo, se levantó de la camilla en donde convalecía y echó zarpa (o mano, o garra, o... yo qué sé) de la probeta de cristal de vidrio que contenía el brebaje renacentista de colas en cuestión.


Fue cuando el Gran Bufo se percató de la insidia, perfidia y falsi­dia de su protegido y, jurando en arameo anfibio, se lanzó como una fiera corrupia sobre el torero rabón, sin considerar su estado (era sol­tero desde que nació) ni condición de convaleciente.


Ante furibundo ataque, Lagartijo tornó a hacerse pasar por sonám­bulo y pasó tranquilamente al lado del brujo, sin saludar y llevando todo descarado en la zarpa (o mano, o garra, o... yo qué sé) la probeta de cristal de vidrio que contenía el brebaje renacentista de colas en cuestión.


Fue cuando el Gran Bufo, tras recuperarse del momentáneo des­concierto, al salir saltando como un sapo tuvo la desgracia de trope­zar con unos patines de agua que sus nietos se habían olvidado des­perdigados negligentemente por medio del pasillo, resbalar como palabra necia en oído sordo, y pegarse un respetable barrigazo con­tra el suelo, circunstancia que aprovechó el ingrato de Lagartijo para huir cobardemente de la clínica sin pagar la factura, cosa del todo in­comprensible dado que en aquellos tiempos todavía no existía el IVA ni quien carajo lo concibió en lugar de dedicarse a matar moscas con el rabo.


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Poco después y, desgracias a un gene recesivo feminista atávico desde que las lagartas concebían en ratos libres, Lagart‑Hijo tuvo una hija de tamaño menor, a la que -está más claro que el agua de la charca- bautizó con el nombre de Lagartija.


Esta Lagartija, única y primogénita, heredó de su padre el bebedi­zo remembrador, y cuando -ya huérfana de entrambos progenitores­ cumplió la mayoría de edad, o sea cuando se enteró de qué iba la cosa (que no se sabe de qué cosa se podría tratar), le entró la neura de una angustia vital como el sombrero de un picador hidrocefálico (a más de cabezón) y tal asco por la vida y por los sapos escupidores que decidió poner fin a su desdichada existencia ingiriendo de una senta­da toda la pócima regeneradora de rabos.


Como era de prever, las consecuencias de este irresponsable acto fueron desastrosas para Lagartija: no sucedió absolutamente nada y no se pudo morir ni un tanto así.


Como ocurre con los suicidas coyunturales, si les falla el suicidio se lo vuelven a pensar, les entran escalofríos de caballo y no vuelven a intentarlo. Y eso fue lo que le sucedió a Lagartija. Y ante la duda se casó y tuvo prole. Y también cuentan que la indigestión de pócima mágica le trastocó los genes por la parte del ADN, de modo que todos sus descendientes no solo pasaron a llamarse (en términos ge­nerales) lagartijas, en recuerdo de su madre, sino que no les fue ne­cesario buscar al Gran Bufo -quien, por otra parte, para entonces ya hacía tiempo que yacía enterrado en el fondo de la charca criando algas -­a fin de que les repusiera la cola cada vez que la perdían. Se les rege­neraba o remembraba sola. De ahí que algunos niños silvestres y mon­taraces disfruten desprendiendo a cantazo limpio los rabos a las lagartijas durante las calurosas y aburridas tardes del verano, al ador­mecedor sonsonete de grillos y chicharras y a los espeluznantes gri­tos de madres que dicen a voz en cuello arrebolado en menopausia anunciada: “¡Niño!, no mates lagartijas ni vacas, que son criaturas de Nuestro Señor”, cuya sabia recomendación ignoraban descaradamen­te, al recordar que su propia madre solía usar con profusión un mata­moscas de malla metálica, como si los dípteros y los moscardones (dípteros también, pero más gordos) fueran criaturas del demonio.


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Harta ya de tanto cuento, la ranita Cuchareta, (a) Cúchares, decidió mandar a todo el personal justamente a ese sitio que casi todos conocemos (o algunos); agarró el montante, la montera, el capote, la espada, la muleta (para evitar tener que caminar a saltos si sufría un esguince y se quedaba coja), un garrote de trasportar ha­tillos y se marchó subrepticia y sigilosamente, una madrugada de pri­mavera recién florida, de la nauseabunda -hay que reconocerlo- ­ciénaga.


A cosa de dos mil brincos de rana después, se detuvo junto a un agujero artificial a tomar aliento y un bocata de sucedáneo de mos­quito iraní. Que fue cuando de ese mismo agujero (que mostraba todo el aspecto de entrada de madriguera de ratas) salió una ratita adorna­da con un cursi lacito rosa pálido, la cual comenzó a barrer la puerta de su casita mientras se entretenía respondiéndole que no a un perro perdiguero que a la sazón le pedía relaciones, comentándole al mis­mo tiempo qué bobadas pretendía hacer por las noches si por un ca­sual se casaban entre sí, ambos al unísono.


La ranita, que ya no pudo aguantar más necedades seguidas, se abstrajo del entorno y se sumió en profundas reflexiones, diciéndose al fin:



Un día de estos, cuando sea mayor como el tío Verrugas (sin esperar a que se me caigan las orejas), presumo que me sumiré en profundas reflexiones e inventaré el maldito cuento de "La ratita pre­sumida" y, después, me quedaré más ancha que un sapo con paperas.


Y fin.


Miguel Arnáu Marín

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