“por lo aguanoso
esperaba antes pescar ranas,
que soplar mosquitos...”
QUEVEDO, PACO DE
("La hora de todos y la Fortuna con seso")
esperaba antes pescar ranas,
que soplar mosquitos...”
QUEVEDO, PACO DE
("La hora de todos y la Fortuna con seso")
Volvime del revés los fondos de las faltriqueras integradas en los costados de mis pantalones que a la sazón cubrían un par de vergonzosas canillas, huesudas a lo largo, a lo ancho calvas a rodales, y ateridas en eslora y manga por el helado viento que pretendía barrer la nieve recién caída y aventar la que estaba precipitando sobre las lúgubres calles del pueblo, cubiertas de una tarde triste y sombría, víspera de un día de Navidad -que se auguraba parejo- y muy cercana en tiempo a una Nochebuena que se preveía tan noche como boca de lobo y tan buena como sus colmillos... al menos para mí y mi maltrecha ánima.
Como iba diciendo, saqué a vergüenza pública el contrahaz de los bolsillos de mis pantalones y pude dar fehaciente fe de que portaba en ellos, a saber: una navaja barbera (hendedora de lomo más que de filo por lo romo, y que solía utilizar yo para cortar la leche y prepararme yogures caseros sin conservantes que me los aguantaran vivos más allá de un par de horas), un tirachinas portátil -cargado con un solo canto rodado, que guardaba para mí en caso de situación desesperada, caso tal que al parecer me estaba como alcanzando ya-, un reloj digital, de procedencia etíope, parado a falta de pila bautismal, el incensario de esa pila, sus dos correspondientes canónigos beneficiados de la Santa Iglesia Catedral tocados con aterciopelada teja árabe, dos ducados de oro viejo, tres reales de vellón nuevo, un maravedí de mi bisabuelo, viejo también -que el demonio lo confunda, que no conmigo-, y cuatro ochavos de cobre (últimamente me dedicaba, cada primer viernes de año, a coleccionar papel moneda) en perfecta anacronía con una maravillosa moneda de veinte duros sin estrenar.
Pues hallábame, como digo -solo y sin más amparo que mi honrado complejo de protomártir, adquirido a pulso-, en taberna infame frente a un buen aunque desportillado vaso de tinto y en aguerrida liza con rubia cucaracha hostelera por un quítame allá ese taburete y deja tranquilo, de una puta vez, el platito de anchoas -con olivas de guarnición de Fort Knox-, cuando un entrometido cliente, especie de necio presumido (necio por lo que de aficionado a dar consejos no demandados tenía, y presumido por lo creído de que se los seguían al pie de la letra) me aconsejó que soplara con fuerza sobre el rubio ortóptero en forma de cucaracha, lo que provocaría de inmediato su bochornosa caída del mostrador forrado en cascarrias y me elevaría al podio como justo vencedor de la tabernácula, empero totalmente desproporcionada, justa. Aun no siendo yo excesivamente proclive a seguir consejos, ni siquiera de un agente de cambio y bolsa (sobre todo), experimenté sobre el inmundo insecto -perdonando inconscientemente e ignorando de igual modo, en tal crucial instante, a un mosquito trompetero que pretendía, en ese tal crucial ya dicho, aterrizar, amerizar o avinizar (lo que seguramente consiguió) en la superficie del fermentado mosto que reposaba en mi vaso-, o sea, repito, que experimenté sobre el inmundo insecto (¿lo he dicho ya, acaso?) una suerte de huracán de andar por tasca, lo que hizo que el bicho marchara en volandas -algo ayudado por sus atrofiadas alas, hay que reconocerlo- y aterrizara indemne y sin escalas técnicas en el mismo centro del cuenco de olivas rellenas de huesos de aceituna de otro cliente que no era de la guerra y que se hallaba firmemente ubicado en la otra punta de la barra del bar. Como que tal parroquiano en ese preciso momento estaba preocupadísimo y dedicado en cuerpo y alma a intentar desprender un ciempiés de uno de las perneras de sus blue-jeans no advirtió la herejía alimentaria ni a su autor (que era yo), por lo que me evité astutamente algún que otro par de improperios y media docena como mínimo de sopapos bien asentados en mis amados carrillos en paro.
Como iba diciendo, saqué a vergüenza pública el contrahaz de los bolsillos de mis pantalones y pude dar fehaciente fe de que portaba en ellos, a saber: una navaja barbera (hendedora de lomo más que de filo por lo romo, y que solía utilizar yo para cortar la leche y prepararme yogures caseros sin conservantes que me los aguantaran vivos más allá de un par de horas), un tirachinas portátil -cargado con un solo canto rodado, que guardaba para mí en caso de situación desesperada, caso tal que al parecer me estaba como alcanzando ya-, un reloj digital, de procedencia etíope, parado a falta de pila bautismal, el incensario de esa pila, sus dos correspondientes canónigos beneficiados de la Santa Iglesia Catedral tocados con aterciopelada teja árabe, dos ducados de oro viejo, tres reales de vellón nuevo, un maravedí de mi bisabuelo, viejo también -que el demonio lo confunda, que no conmigo-, y cuatro ochavos de cobre (últimamente me dedicaba, cada primer viernes de año, a coleccionar papel moneda) en perfecta anacronía con una maravillosa moneda de veinte duros sin estrenar.
Aquí detuve el inventario, paré de contar fortunas y penetré, rico y opulento aunque modoso, en el primer figón que pillé a mano contraria y que consiguió atufarme las narices con la oloreta del peleón de barrica de plástico y el repelús de los picantes encurtidos a granel pasados de fecha.
Pues hallábame, como digo -solo y sin más amparo que mi honrado complejo de protomártir, adquirido a pulso-, en taberna infame frente a un buen aunque desportillado vaso de tinto y en aguerrida liza con rubia cucaracha hostelera por un quítame allá ese taburete y deja tranquilo, de una puta vez, el platito de anchoas -con olivas de guarnición de Fort Knox-, cuando un entrometido cliente, especie de necio presumido (necio por lo que de aficionado a dar consejos no demandados tenía, y presumido por lo creído de que se los seguían al pie de la letra) me aconsejó que soplara con fuerza sobre el rubio ortóptero en forma de cucaracha, lo que provocaría de inmediato su bochornosa caída del mostrador forrado en cascarrias y me elevaría al podio como justo vencedor de la tabernácula, empero totalmente desproporcionada, justa. Aun no siendo yo excesivamente proclive a seguir consejos, ni siquiera de un agente de cambio y bolsa (sobre todo), experimenté sobre el inmundo insecto -perdonando inconscientemente e ignorando de igual modo, en tal crucial instante, a un mosquito trompetero que pretendía, en ese tal crucial ya dicho, aterrizar, amerizar o avinizar (lo que seguramente consiguió) en la superficie del fermentado mosto que reposaba en mi vaso-, o sea, repito, que experimenté sobre el inmundo insecto (¿lo he dicho ya, acaso?) una suerte de huracán de andar por tasca, lo que hizo que el bicho marchara en volandas -algo ayudado por sus atrofiadas alas, hay que reconocerlo- y aterrizara indemne y sin escalas técnicas en el mismo centro del cuenco de olivas rellenas de huesos de aceituna de otro cliente que no era de la guerra y que se hallaba firmemente ubicado en la otra punta de la barra del bar. Como que tal parroquiano en ese preciso momento estaba preocupadísimo y dedicado en cuerpo y alma a intentar desprender un ciempiés de uno de las perneras de sus blue-jeans no advirtió la herejía alimentaria ni a su autor (que era yo), por lo que me evité astutamente algún que otro par de improperios y media docena como mínimo de sopapos bien asentados en mis amados carrillos en paro.
En lugar de ello, el parroquiano en cuestión alzó súbitamente la pierna asediada por el ciempiés, como si efectuara un saque de esquina en un partido de fútbol, y consiguió al fin desprenderse del asqueroso insecto miriápodo, lanzándolo como si de un balón de cuero se tratase.
Sin cucaracha que compitiera por asiento y comida conmigo, sin temor a represalias de cliente de esquina del mostrador y sin dar una mínima ojeada al platito eché tenedor a mis aceitunas, cuando, mirando exultante al tendido, noté cómo ese tenedor de hojalata -con excelente baño de zinc- pinchaba, y no en hueso (que pensé que en boquerón en aceite, ya que el corazón de mis aceitunas altivas era de aire con hedor a anchoa), y me percaté, al mismo tiempo, de que la gris tarde de triste Nochebuena de martirologio eclesial, trasmutada en principio en viernes de pasión, se aclaraba y comenzaba a brillar como un faro en el Cabo de las Tormentas.
Todo se jodió instantáneamente cuando, al segundo mordisco, sentí las patas (el primer bocado lo había engullido sin masticar, dado lo perentorio de mi apetito): como unos treintaitantos pies -y yo todavía dudaba si se trataba o no de las espinas laterales del filete de la anchoa- batiendo alocada y desacompasadamente el aire y adosados a los costados de un tercio del cuerpo de un ciempiés clavado en mi tenedor de auténtica hojalata, hicieron el papel, rol o función de emético galopante. O sea que, galopando tendido en dirección al retrete, cuando pasaba raudo a la altura del extremo de la barra y junto al parroquiano de allí, vomité, pródigo, justo sobre su ostentosa portañuela (disfrazada de bragueta) rellena hasta los topes de algodón en rama.
Todo se jodió instantáneamente cuando, al segundo mordisco, sentí las patas (el primer bocado lo había engullido sin masticar, dado lo perentorio de mi apetito): como unos treintaitantos pies -y yo todavía dudaba si se trataba o no de las espinas laterales del filete de la anchoa- batiendo alocada y desacompasadamente el aire y adosados a los costados de un tercio del cuerpo de un ciempiés clavado en mi tenedor de auténtica hojalata, hicieron el papel, rol o función de emético galopante. O sea que, galopando tendido en dirección al retrete, cuando pasaba raudo a la altura del extremo de la barra y junto al parroquiano de allí, vomité, pródigo, justo sobre su ostentosa portañuela (disfrazada de bragueta) rellena hasta los topes de algodón en rama.
No tuve bastantes carrillos para distribuir razonable y soportablemente entre todos la ristra ensartada de guantazos que me atizó, sin mediar palabra y sin mala intención -eso sí-, el puto parroquiano de los malditos castrados testículos de los infinitos pies del repugnante bicho, pedestre de vocación congénita. No sé si fue su culpa, pero al primer bofetón que me arreó en todo el morro me tragué de golpe y sin masticar los restantes dos primeros tercios del ciempiés, que se me había atorado, con sus correspondientes sesentaitantas patas atravesadas a contrapelo en la glotis, y que no había conseguido deglutir al principio de la juerga ni vomitar después de la orgía.
Una vez recuperado su orgullo, a base de quedarse a gusto moliéndome a palos, el iracundo cliente me depositó suavemente en el suelo de una fina patada en la entrepierna y se retiró a más viles y prosaicos menesteres en dirección a las letrinas. Fue cuando oí (intenté convencerme de que lo oí) un débil zumbido como ¡Ho, ho, ho!, repetido tres veces y acompañado del cristalino sonido de una campanilla peterpanera, todo a medio decibelio de potencia y otro medio cabello angélico de distancia de mi oído derecho. Volví mi rostro en ese sentido y alcancé a vislumbrar, apoyado en el borde de mi vaso de vino (que algún alma caritativa había depositado en el suelo, junto a mi cabeza) y trompeteando furiosamente en dirección a mi oreja zurda, una especie de mosquito -anofeles de nacimiento, por más señas-, todo gordo, todo rojo (se le trasparentaba la comida), con una postiza minibarba blanca, calzadas sus patas de atrás con un par de botas rojas de invierno y agitando alegremente, con las de delante, un cascabel de gato. Y volvió a exclamar ¡Ho, ho, ho!, tras lo que se acercó volando a mi nariz, percatándome en ese momento de que el díptero apestaba a una mixtura de olores, entre los que sobresalían (y mareaban lo suyo) el de cariñena a palo seco y otro, dulzón, que recordaba las trasfusiones de sangre en los hospitales de campaña publicitaria.
El apestoso mosquito, que tornó a sacudir el cascabel y a vocear en grito ¡Ho, ho, ho!, decidió al fin posarse en la punta de mi nariz, a donde lo miré fijamente estrábico y en cuya dirección soplé en defensa propia, montando mi labio inferior sobre el otro que me quedaba un poco más arriba. A consecuencias de la embestida eólica se tambaleó, pero mantuvo el tipo y el cascabel, dirigiéndome una insolente mirada, su amenazadora trompa y unas incisivas palabras: ¿Es posible que estés aburrido de la vida (y más, en Navidad que estamos), especie de zopenco con tirantes? Y, sin darme tiempo a responderle con toda la dignidad que requería el caso y como él se merecía, continuó diatribando: Una hora, dicen, tarda en hacer efecto el alcohol etílico en forma de vino del país. Iba a comentarle que me sonaba la conseja, pero no me dejó ni embarazado: En efecto; así hace efecto, efectivamente, en los humanos; pero en los mosquitos (me llamo Noel Anopheles, de la conocida familia de los Anopheles del pantano del Regajo), sin embargo, a causa de nuestro delicado cuerpo, conformado en artística miniatura, el efecto citado parece que comienza a notarse como a los diez segundos del primer lingotazo, y más si me he cascado media docena de adarmes de ese peleón de mierda que tú dedicas a ingurgitar sin llenar en previo tu estómago). Y comenzó a tambalearse -como borracho como una cuba libre que estaba- en la misma puntita de mi nariz. Aproveché su momentáneo desconcierto y engarfié mi vaso de vino con ánimo de atizarme un viaje de ida y vuelta. Cuando lo alcé hasta la altura de mis labios, el tal Anopheles perdió definitivamente el equilibrio y el cascabel, y cayó de trompa en mi vaso de tintorro. Ayudado con una cucharilla de café conseguí extraerlo con vida, antes de que me dejara sin vino, y lo deposité delicadamente sobre la chapa de una botella de cerveza. Le hice la respiración boca a trompa mediante una paja, de segunda boca, de las de sorber horchata, y cuando tosió un poco y esputó otro poco de sangre (al parecer humana, dado su tamaño), me tranquilicé y dejé de temer por su vida.
-¿En dónde matamoscas asesino has escondido mi querida campanilla? -preguntó Anopheles, con ese cortés tono que suele usar un borracho cuando nos agradece haber salvado, recién, su preciosa vida.
Y, sin darme opción ni tiempo a contestar, continuó largando en pastoso zumbido por su trompita de piñón:
-Una Tardebuena es una Tardebuena, y una Nochebuena... más -y se atusó la trompa con una pata, como si se preparara a zumbar zambombas y trompetear villancicos para pedir aguinaldos-. Y mañana Navidad... y yo no llegaré a mañana -e hipó, no sé si de la pítima, de la borrachera, de la merluza o de la tremenda desgracia que, en forma de ley de vida, se cernía inexorable sobre él.
-Menos mal -continuó, trastabillando sílabas, seseando ces y gangueando erres- que he encontrado un humano, comprensivo y sin prejuicios mosquiteros -y yo miré tras de mí, buscando con la vista a ese singular individuo-, que está procurando por todos los medios a su corto alcance y más corto entendimiento que mi Nochemala última se convierta en Nochebuena única, y yo, por fin, esté contento y sea inmensamente feliz al menos una vez en mi corta, inútil y puta vida -y, sin solución de continuidad, me espetó, recuperando súbitos bríos-: Y tú ¿por qué estás tan triste? ¿Acaso piensas que no te ama nadie? ¿O quizás eres tú quien no amas? ¿O, sí amas, pero intentas convencerte de que no amas para así poder realizarte mejor?
Desbizqué los ojos (aún no había conseguido recuperarme de la impresión) y busqué de nuevo mi vaso de vino. Alguien me agarró de la nuca, eructó miles de insultos semejantes a “a dormirla a la puta calle” y me arrojó inmisericordemente a la que acababa de nombrar de malos modos.
Caí desmadejado sobre un blando lecho de fresco plumón y, de inmediato, comenzó a entrarme una risa muda y un helado sopor de postrera siesta. Solo me molestó, en ese suave deslizarme hacia la nada, un repentino escozor en la nariz, que vanamente intenté paliar a manotadas erráticas. Y, sin más, se me hizo definitivamente de noche.
***** º *****
-¡Feliz Navidad! -me desperté a esa voz, desconcertado pero contento, cómodo y caliente, hundido hasta los pelillos de la tripa en mullido colchón e inmerso hasta la barbilla -hendida y cortada a pico a lo Kirk Douglas- en profusión de sábanas blancas con olor a antiséptico de hospital de ricos, mientras una rolliza enfermera rubia minifaldera me alargaba una copa de champán y me besaba efusiva y repetidamente en unas mejillas de cuatro días sin afeitar, apoyando sin recato su opulento pecho en el maltrecho mío.
***** º *****
-Tuvo muchísima suerte -le comentaba en voz baja un doctor a un colega frente a la cama del individuo recién y felizmente dormido-; normalmente hubiese muerto congelado: casi totalmente cubierto por la nieve, como estaba y, con una cogorza como un portaviones nuclear, nadie hubiera reparado en él, a no ser porque manoteaba, incesable e incansablemente, intentando en vano rascarse la nariz.
-¿La nariz? ¿Qué demonios plutónicos le pasa en la nariz?, y ¿qué mocosas narices es esa erupción que muestra en la punta?
-Es curioso: estamos en invierno, el más gélido que se recuerda en lustros
y en el que no medran ni las cucarachas, y menos los dípteros
picaniños y chupasangres. A pesar de ello debo reconocer
que esa irritación de la nariz revela, sin lugar a dudas,
una magnífica picadura de mosquito.
¡¡¡BON NADAL!!!
Prosa culta amigo Arnau. Yo diría que más que barroca, rococó. Te sugiero que no tomes mis palabras como un crítica, sino como una felicitación, lo haces muy bien, "te envidrio" Sin embargo debes de reconocer que, leerte requiere tiempo y algo de paciencia. En un mundo en el que las etapas se suceden a todo gas, y perdemos los trenes porque la maldita puntualidad del postmodernismo no tiene consideración ni siquiera con los ancianos, vienes tú a exigirnos que deletreemos. En definitiva, no es precisamente habitual tener la oportunidad de echarse a la cara un cuento como el que nos brindas hoy en esta página, mucho menos en Navidad, cuando lo oportuno es hacer un canto a la paz y a los menesterosos, naturalmente sentado en una buena y confortable butaca. Por el contrario, tú, no sé si en homenaje a Baco u otro cualquier mito de la corte celestial pagana y materialista, con procacidad y desmesura vienes a entretenernos con liviandades, que no se avienen a las preocupaciones de orden metáfisico a que debiéramos acomodar nuestras reflexiones. No soy nadie para juzgar, creo sin ambargo tener derecho a dar mi opinión libremente, y supongo que otros laborales no estarán conmigo y dirán que me he pasado tres pueblos, en pocas palabras que medite un poco más mi juicio que, ahí va: un 10 sobre 10. ¡Sobresaliente y sobrado!
ResponderEliminarMariano Martín S-E.